*Hombre-polilla (Man-Moth): errata en el
periódico que debió decir “Mamut” (mammoth)
Aquí, en lo alto,
las grietas de los edificios desbordan una luz
marchita de luna.
La sombra entera del Hombre es tan grande como su
sombrero.
Yace a sus pies como un círculo donde pueda pararse
una muñeca,
y él tuerce un alfiler, la punta magnetizada hacia la
luna.
No ve la luna; observa tan sólo sus vastas
propiedades,
sintiendo la luz indefinible en sus manos, ni fría ni
caliente,
de una temperatura imposible de registrar en los
termómetros.
Pero cuando
el Hombre-Polilla
paga sus raras, aunque imprevistas, visitas a la
superficie,
la luna le parece muy diferente. Él emerge
de una abertura bajo el borde de una de las banquetas
y empieza a escalar con nerviosismo las caras de los
edificios.
Cree que la luna es un pequeño agujero en la cima del
cielo,
lo que demuestra que el cielo no sirve de protección.
Tiembla, pero debe averiguar hasta dónde puede trepar.
Sobre las
fachadas,
arrastra tras de sí su sombra como la tela de un
fotógrafo
escala con miedo, confiando en que esta vez conseguirá
pasar su pequeña cabeza por la redonda y limpia
abertura
y será absorbido, como desde un tubo, en negras
volutas de luz.
(El Hombre, inmóvil debajo suyo, no se hace ilusiones.)
Pero el Hombre-Polilla debe hacer eso que tanto teme,
aún cuando
falle, naturalmente, y caiga asustado pero sin lastimarse.
Luego regresa
a los pálidos subterráneos que llama hogar. Revolotea,
aletea, y es incapaz de abordar los trenes silenciosos
demasiado veloces para adaptarse a él. Las puertas se
cierran rápidamente.
El Hombre-Polilla siempre se sienta en sentido
contrario
y una vez lleno el tren arranca, a una terrible
velocidad,
sin cambios en la marcha ni gradaciones de cualquier
tipo.
No puede calcular el ritmo al que viaja en reversa.
Cada
noche debe
ser llevado por túneles artificiales y soñar las
mismas cosas.
Así como las traviesas se repiten bajo su tren también
lo hacen
en su cerebro acelerado. No se atreve a mirar por la
ventana,
porque el tercer riel, la incesante corriente de
veneno,
corre a su lado. Considera esto una enfermedad
a la que por herencia es susceptible. Debe mantener
sus manos en los bolsillos, como otros llevan bufandas.
Si lo
atrapas,
apunta su ojo con una linterna. Verás sólo una pupila
oscura,
una noche tan noche, cuyo horizonte peludo se contrae
cuando mira hacia atrás y cierra el ojo. Luego se
desliza por sus párpados
como aguijón de abeja, una lágrima, su única posesión.
Disimuladamente la enjuga con la mano, y si te
distraes
la sorberá. Pero si miras, te la ofrecerá, fría como
si viniera
de manantiales subterráneos y lo bastante pura para beberla.
Versión al español: Brianda Pineda Melgarejo
The Man-Moth
Elizabeth Bishop
Man-Moth:
Newspaper misprint for “mammoth.”
Here, above,
cracks in the buildings are filled with battered
moonlight.
The whole shadow of Man is only as big as his hat.
It lies at his feet like a circle for a doll to stand
on,
and he makes an inverted pin, the point magnetized to
the moon.
He does not see the moon; he observes only her vast
properties,
feeling the queer light on his hands, neither warm nor
cold,
of a temperature impossible to record in thermometers.
But when the Man-Moth
pays his rare, although occasional, visits to the
surface,
the moon looks rather different to him. He emerges
from an opening under the edge of one of the sidewalks
and nervously begins to scale the faces of the
buildings.
He thinks the moon is a small hole at the top of the
sky,
proving the sky quite useless for protection.
He trembles, but must investigate as high as he can
climb.
Up the façades,
his shadow dragging like a photographer’s cloth behind
him
he climbs fearfully, thinking that this time he will
manage
to push his small head through that round clean
opening
and be forced through, as from a tube, in black
scrolls on the light.
(Man, standing below him, has no such illusions.)
But what the Man-Moth fears most he must do, although
he fails, of course, and falls back scared but quite
unhurt.
Then he returns
to the pale subways of cement he calls his home. He
flits,
he flutters, and cannot get aboard the silent trains
fast enough to suit him. The doors close swiftly.
The Man-Moth always seats himself facing the wrong way
and the train starts at once at its full, terrible
speed,
without a shift in gears or a gradation of any sort.
He cannot tell the rate at which he travels backwards.
Each night he must
be carried through artificial tunnels and dream recurrent
dreams.
Just as the ties recur beneath his train, these
underlie
his rushing brain. He does not dare look out the
window,
for the third rail, the unbroken draught of poison,
runs there beside him. He regards it as a disease
he has inherited the susceptibility to. He has to keep
his hands in his pockets, as others must wear
mufflers.
If you catch him,
hold up a flashlight to his eye. It’s all dark pupil,
an entire night itself, whose haired horizon tightens
as he stares back, and closes up the eye. Then from
the lids
one tear, his only possession, like the bee’s sting,
slips.
Slyly he palms it, and if you’re not paying attention
he’ll swallow it. However, if you watch, he’ll hand it
over,
cool as from underground springs and pure enough to
drink.
Elizabeth Bishop, “The Man-Moth” from The Complete
Poems 1926-1979. Copyright © 1979, 1983 by Alice Helen Methfessel. Used by
permission of Farrar, Straus & Giroux, LLC, http://us.macmillan.com/fsg.
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